jueves, 28 de septiembre de 2017

Si es martes, debe ser Bélgica

El título debe haberme parecido ingenioso, o me divirtió su idea central (la de un grupo de turistas confinados en un bus hasta el agotamiento mientras recorren sin descanso un país tras otro) o mi mente joven inauguraba recuerdos con facilidad. La cuestión es que mientras muchas otras películas terminaron en el olvido, que no es más que el fondo de la memoria, esta siempre estuvo viva y presente.
 Y no porque la haya visto muchas veces, un par en cine, una como atracción principal, la otra como relleno, más alguna que otra visión parcial por televisión en esos sábados de matiné, y después se perdió. No llegó a video y no paseó mucho por el cable. (Para los que ven las películas solo una vez, lo que cuento puede que les parezca una exageración de veces, pero un cinéfilo no me juzgará así, sabe que las películas se repiten, al igual que las comidas que disfrutamos, si te gustan, nadie come milanesas solo una vez). 
La hicieron en 1969, cuando estaban de moda las películas corales y de episodios. La dirigió Mel Stuart, cuyo único otro mérito es haber dirigido en 1971 la primera versión de Willy Wonka y la fábrica de chocolate con el inolvidable Gene Wilder. O sea no era ni un Robert Altman ni Alan Rudolph, que hicieron unas cuantas películas corales más que estimables. La escribió con más profesionalidad que arte, David Shaw, un prolífico guionista cuyo mayor mérito es haber concebido la idea de A foreing Affair/La mundana, 1948, que dirigió Billy Wilder y que se suponía sería un vehículo de lucimiento de Jean Arthur, pero no, porque estaba también Marlene Dietrich que en plena madurez daba pelea como una recién llegada y se robó la película.
 Era también una sátira a la manera en que algunos yanquis hacían turismo. “Conozca 9 países en 18 días a solo $448, 50”. 

El contingente estaba integrado por Harve (Norman Fell) e Irma (Reva Rose), señora de colon muy irritable, lo que la convertía en una maníaca del papel higiénico, afición que le contagió al marido, y por huir de una prueba de quesos se subirá por error a un bus de turistas japoneses con un recorrido similar aunque no igual al que pertenecía, y las veces que se cruce a la distancia con su marido, lo verá en situaciones “supuestamente” comprometidas con otras mujeres. 

Jack Harmon (Michael Constantine) es un solterón sobreviviente a la Segunda Guerra Mundial ansioso por visitar de nuevo los sitios que conoció en combate y reencontrarse quizá con su novia de guerra, Gina (Marina Berti). Constantine es un actor astuto, sugiere que su personaje en un gay enclosetado, partiendo del dato que no puede superar la obsesión por la perdida mujer “ideal”. 
John Marino (Sandy Baron) es un hombre de ascendencia italiana que quiere conocer a sus parientes, en Venecia huirá de una boda imprevista con una adolescente linda pero obesa a la que lo quieren someter por la ventana de un baño cayendo en pleno canal, y en Roma se hará negar ante una prima insistente, a la que finalmente conocerá cuando trepa al bus camino del aeropuerto y que resulta ser nada más ni nada menos que una Virna Lisi, fogosamente afectuosa, de quien, claro, no debió negarse. 

Fred (Murray Hamilton) al contrario de su esposa, Edna (Peggy Cass) tiene tantas ganas de hacer este tour como de domar leones en celo, pero acepta hacerlo porque quiere alejar a su apasionada hija adolescente, Shelly (Hilary Thompson) de un novio más que predispuesto al sexo. 

Demás está decir que Shelly conocerá en el tour a Bo (Luke Halpin, que no es otro que uno de los pibes de la serie Flipper, convenientemente crecido, of course) un activista político, que en una escapada la llevará a una soporífera reunión (soporífera de sopor de alcohol y drogas, se supone) en la que un siempre saludable Donovan canta una canción en mi opinión horrible. 

Bert Greenfield (Marty Ingels) va en viaje sexual, se conformará con sacar fotos y filmar a deslumbrantes señoritas, como mandaba la moda o la posibilidad de la época, el humor radicaba en la frustración sexual, piénsese en la picaresca de Olmedo y Porcel durante la dictadura, se suponía “gracioso” que estos personajes no concretaran sus ambicionados celos amatorios. 

Dos viudas muy desaprovechadas Freda (Pamela Britton, una buena comediante que no podría desarrollar todo su potencial porque moriría prematuramente por culpa de un tumor cerebral en 1974) y Jenny Grant (la inmensa Mildred Natwick, que venía de reverdecer fama y lograr nominaciones con su gloriosa participación en Descalzos en el parque (Gene Saks, 1967). 

Harry Dix (Aubrey Morris) es un cleptómano que arranca con un valijón vacío que ira llenando de recuerdos arrebatados en hoteles y restaurantes, cleptomanía que permitirá en los títulos finales un gag muy logrado con el infaltable The end. 

Y last but not least, not in the least, Samantha Perkins, vendedora de una tienda que se embarca en este viaje para pensar en si quiere casarse con George (Frank Latimore) y que tras rechazar todos los avances del mujeriego guía, Charlie Cartwright, caerá finalmente en sus brazos en la última parada, Roma, donde deberá decidir si se queda con Charlie o si vuelve a la tienda. Como Samantha está Suzanne Pleshette, una hermosa mujer de ojos pícaros y deslumbrantes que era por entonces omnipresente en toda comedia que se precie. Y como Charlie está Ian McShane, talentosamente impecable como siempre.
Para hacer más atractiva la propuesta hay cameos o brevísimas participaciones de encumbradas estrellas como Joan Collins, Robert Vaugh, John Cassavetes, Elsa Martinelli, Ben Gazzara, Anita Ekberg, Catherine Spaak, Senta Berger y la nombrada Virna Lisi.
Dejo afuera de esta lista al hombre que tal vez hizo que no olvidara jamás esta comedia más amable que graciosa, Vittorio de Sica, a quien por entonces veneraba con cada cosa suya que conocía, tanto como actor como director. Aquí hace de un zapatero veneciano que no sabe una palabra de inglés y que recibe a un cliente yanqui que no sabe una palabra de italiano. El yanqui quiere zapatos a medida de color tostado, “tan” en inglés, el zapatero terminará creyendo que pide zapatos a dos colores, marrón y blanco. El honor de codearse con De Sica le tocará a Murray Hamilton, que ya había pasado a la historia del cine como el Sr Robinson, el marido del personajes de Anne Bancroft en El graduado (Mike Nichols, 1967) y que ratificaría su historicidad como el alcalde del pueblo atacado por el escualo en Jaws/Tiburón (1975) de un tipo sin ningún talento para el cine, un tal Steven Spielberg.
Eso sí, no era gratuito que el guionista David Shaw fuera tan prolífico, si bien este trabajo no es el colmo de la brillantez, por aquí y por allá, hay alguna que otra línea feliz. Ejemplo, el guía presenta el paseo por Londres de la siguiente manera: “World Wind Tours se enorgullece en presentar dos mil años de historia británica, así que intenten no cabecear o se perderán un siglo”.
Tampoco fui el único en no olvidar esta película. En 1971, en el documental que ganó el Óscar The Hellstrom Chronicle/Los herederos de la Tierra sobre la lucha de los insectos por quedarse con el planeta, se usan escenas de Si es martes… para ejemplificar (¿?) Y en 1987, casi 20 años después del original, la televisión hizo un film que en algunos países se pasó en el cine, If it’s Tuesday, it still must be Belgium o sea Si es martes, todavía debe ser Bélgica con Claude Atkins, Courteney Cox, Peter Graves y Lou Jacobi entre otros. Y en la serie de dibujos animados Captain Planet and the Planeteers, que se emitió entre 1990 y 1996, hubo un episodio en 1992 que se llamó If it’s Doomsday, this must be Belfast, o sea, Si es el Día del Juicio Final, debe ser Belfast.
Ah, y una línea del diálogo fue premonitoria. En una de las discusiones entre Samantha y Charlie, Suzanne Pleshette, que ya no está entre nosotros, se hizo eterna en 2008, le dice al personaje de Ian McShane: “¿Cuánto crees que va a durar tu encanto de grandulón?”, a lo que él responde: “El resto de mi vida si tengo suerte”. La tuvo, el inglés, que en estos tiempos protagoniza la serie American Gods, tiene 135 proyectos en su haber y sigue tan pagador del tiempo invertido en su persona como el primer día.

Gustavo Monteros

Si es martes, debe ser Bélgica puede verse en Qubit.com

jueves, 21 de septiembre de 2017

Las películas llegan de todas partes

El artículo parecía estar tan lejos del cine como yo de bailar bien el Cascanueces. Su titulo era “El macrismo, entre la realidad y la fábula”, lo firmaba Ricardo Forster y aparecía en el ejemplar de Página 12 del miércoles 13 de septiembre de 2017.


Creía, y no me equivocaba,  que se trataba sobre el azoramiento que nos provoca esta realidad. Para los que podemos ver lo que nos sucede y lo que nos pasó sin prejuicios, sin odios ni preconceptos, algunas respuestas sociales nos dejan estupefactos. El gobierno pasado sin ser perfecto, ejemplar, utópico o un nuevo siglo de Pericles, nada de ello, fue, objetivamente, sin duda ni discusiones, el que más hizo por la gente, así en general, en estos últimos tiempos. Acrecentó derechos, superó precariedades, calentó la economía, nos quitó el peso de la deuda externa con el consiguiente alivio, libertad e independencia que eso genera, y mejoró la distribución, lo que siempre desata el odio furibundo de los quieren que el mundo sea desigual e injusto. El actual gobierno, en cambio, pasará a la historia como uno de los peores. No lograron ninguna de la habituales ambiciones neoliberales, empeoraron los índices económicos que tanto criticaban y no pasa día en que no quiten un derecho, una mejora social, una ventaja conseguida. De nuevo, también, objetivamente. Repetiré hasta el hartazgo que la política no es, como engaña el noeconservadurismo vigente, algo sujeto a la emoción o a la creencia, no, la política es una actividad objetiva, tal o cuál gobierno toman medidas que te favorecen o te perjudican según donde estés parado y punto.



Y es lógico que uno espere que se defiendan las gestiones que te mejoraron la vida. Pero no, con argumentos ficcionales, con consignas de predicador evangélico, se consigue que ciudadanos perjudicados directamente, en carne propia, por las medidas neoliberales sean fervorosos defensores del látigo que los azota. De ahí la estupefacción, el azoramiento, y nos  explicamos cómo podemos semejante anomalía, desmenuzamos los alcances de la post-verdad, y como ya eso no nos alcanza para abarcar la desmesura de este absurdo, progresamos con otras teorías, para mitigar la tristeza o la desesperación.


Y sí, el artículo iba para ese lado, a poco de la introducción pide el auxilio del filósofo esloveno Slavoj Zizek, quien para mi sorpresa ilustrará su pensamiento con una película. ¡Protagonizada por Charles Bronson!  Mi curiosidad iba pareja a mi perplejidad. En estos días no hago más que cruzarme con Charles Bronson. Se reeditan sus grandes éxitos en Blu-Ray o se los ofrece en las plataformas de contenidos o los clientes de las páginas de descargas los solicitan. No es que se haya desatado una Bronsonmanía, pero yo al menos notaba una concurrencia de su imagen por los lugares que frecuento. No me detendré más en el artículo de Forster, recomiendo su lectura, y sin más preámbulos me adentraré en la película elegida por Zizek para contrastar realidad y fábula. 

Se trata de un western atípico en la carrera de Bronson y en la historia del género. Se tituló From noon till three (Sucedió entre las 12 y las 3), es de 1976 y fue escrita y dirigida por Frank D. Gilroy, basándose en su propia novela.


La recordaba vagamente, más como una decepción que por sus valores, porque la había visto por primera vez en una matiné del Select, y en aquella tarde los espectadores, por el protagonista, esperábamos más una de tiros que una comedia sofisticada.


Ahora reviéndola parecería un proyecto de amor para Jill Ireland, la esposa en la vida real de Bronson, la mujer de su vida a decir verdad. Hasta la temprana muerte de ella, no se separaron. Se habían conocido muchos años antes de que él lograra un estrellato tardío en Europa. Fueron presentados por el primer marido de Ireland, el rubio David McCallum durante el rodaje de El gran escape, (John Sturges, 1963), film protagonizado por James Garner, Richard Attenborough y Steve McQueen, en el que McCallum y Bronson también participaban. 
Al convertirse Bronson en estrella con Adiós al amigo (Jean Herman, 1968) con Alain Delon de co-protagonista y con Érase una vez en el Oeste (Sergio Leone, 1968), Jill Ireland pasó a ser la primera actriz de todos los vehículos de lucimiento para Bronson que se sucedieron. Pasó más que nada, según la misma Jill Ireland, porque ninguna actriz quería trabajar con Bronson. Puede que fuera cierto con las actrices yanquis snobs que no fueran Linda Cristal (Mister Majestyk, Richard Fleisher, 1974), Hope Lange (El vengador anónimo / Death wish, Michael Winner, 1974), Lee Remick (Telefon, Don Siegel 1977) o Kim Novak (El búfalo blanco, J. Lee Thompson, 1977). Algunas europeas tampoco tenían ningún problema, Liv Ullman fue su primera actriz en De la part des copains / Los compañeros del diablo (Terence Young, 1970), Ursula Andress hizo lo propio en El sol rojo (Terence Young, 1971), la inglesa Jacqueline Bisset en St.Ives (J. Lee Thompson, 1976) y Dominique Sanda en Caboblanco (J. Lee Thompson, 1980). Y no incluyo a Marlène Jobert en esta lista porque prácticamente cimentaron con Bronson sus estrellatos al mismo tiempo en El pasajero de la lluvia (René Clement, 1970).


Como sea, este film le permite a Jill Ireland un amplio lucimiento y hasta canta la bellísima y pegadiza canción Hello and Goodbye compuesta especialmente por Elmer Bernstein (música) y Alan y Marilyn Bergman (letra). Independiente de que lo fuera o no, Frank D. Gilroy aseguró que Bronson estaba muy entusiasmado. El personaje le permitía parodiar al tipo de héroe que lo había hecho famoso y mostrarse más como era en realidad, un tierno, manso, afectuoso, romántico, gracioso y locuaz. Frank D. Gilroy confesó también que le gustaba que fueran un matrimonio bien avenido en la vida real. Dijo: “No sé qué es lo que ustedes comparten, pero eso, sea lo que sea, se refleja en la pantalla.”


Al revés de Zizek y Forster que se la pasan espoliando, referiré poco del argumento para no aguar placeres y sorpresas. Graham (Bronson) es una maleante que elige quedarse en la  apartada casa de la recién conocida viuda Amanda (Jill Ireland) mientras sus secuaces roban el banco del pueblo. Graham y Amanda compartirán tres horas de escaramuzas, sexo, romance y ternura. Una separación se impone y Amanda alcanzará fama y fortuna escribiendo con detalle, imaginación y mucho adorno lo que sucedió en aquellas tres horas. Cuando él regrese, ella no querrá saber nada porque un reencuentro arruinará la idealizada cumbre de amor que ha creado. 

Como se aprecia, el contraste entre verdad-ficción, realidad-mito, hecho-idealización es el eje del relato, de allí que sea recuperado del olvido por los filósofos. No es que se deliraron a sobreimprimirles teorías a Mingo y Aníbal contra los fantasmas (Enrique Carreras, 1985) por ejemplo. Algo lícito por otra parte, uno puede adentrarse en el misterio de vida y muerte en La sonrisa de mamá (Enrique Carreras, 1972), por cierto, pero no es el caso.


Como a muchos, las películas marcaron mi vida y son mi delito y mi vicio. Las hallo hasta donde menos las busco, por eso digo que me llegan desde todos lados. Que sigan llegando, nunca dejaré de darles la bienvenida.

Gustavo Monteros

From Noon till Three puede verse en Qubit.tv

jueves, 14 de septiembre de 2017

De ladrones, lingotes y Mini Coopers

Como dije por ahí, a esta altura ya habría que declarar a Michael Caine Patrimonio Cultural de la Humanidad. El hombre es como un Faro de Alejandría que ilumina nuestras conductas con la severidad y la piedad de un humanista curtido.


Y al igual que todos los que han estado en el mundo del cine el tiempo suficiente ha visto producirse remakes de sus películas más emblemáticas. Se rehacen porque son buenas, pero sobre todo porque ellos estuvieron allí. Caine ya vio que reformularon su Alfie, su Gambit, su Get Carter, él mismo revisitó su Sleuth ahora como el viejo con Jude Law, que fuera el nuevo Alfie, en el papel que él antes había interpretado junto a Laurence Olivier.


Los que nos criamos con él, los que seguimos su carrera primero en tardes de matiné, atesoramos su cuarto opus de 1969 (el señor estaba en el apogeo de su carrera y corría de film a film) The Italian Job con dirección de Peter Collinson. Un trabajo en Italia se la bautizó por aquí y no la olvidamos más. La recordamos con detalle en aquellas épocas en que no había ni siquiera un ahora antediluviano video para verificar su existencia. Incluso si se la ve ahora después de tanta parafernalia que anestesió la capacidad de asombro, deslumbra, imagínense lo que era para una mente casi virgen en una siesta robada o escabullida.


Charlie Croker (Michael Caine) sale de la cárcel y la viuda de Beckerman (Rossano Brazzi en corta y fulgurante aparición) le cede la idea para un golpe genial. Como necesita financiación busca el mecenazgo de Mr. Bridger (Noël Coward) distinguidísimo jefe del hampa que conoció en la cárcel. Junta un equipo de siete secuaces, entre los que se distinguen un ascendente Benny Hill y un muy incipiente Robert Powell, tan tímido que parece pedirle permiso a la cámara para cruzarse delante de ella. El atraco será en Turín y el botín unos cuantos, muchos, lingotes de oro. Y no solo deberán sortear a la policía sino también a la mafia, comandada por Altabani (Raf Vallone).


Dos elementos alborotaron nuestra imaginación: el uso (o el abuso) en el escape de unos fabulosos Mini Cooper y un final, insidioso como pocos. El final en realidad era una trampa que prefiguraba una secuela, que como nunca se hizo nos permitía discutir si se salían o no con la suya.



Entre las curiosidades que oculta toda película, hoy sabemos que no les dieron ni un solo Mini Cooper, aunque el film los glorifica, y en cambio Fiat cedió todos los otros autos que aparecen y hasta ofrecieron capital si en la fuga reemplazaban a los Mini Cooper, propuesta no aceptada por la producción, porque el film entre otras cosas era también sobre el orgullo inglés. En tiempos pasados, hasta los productores eran idealistas… en estas contemporaneidades tan cínicas hasta le hubieran cambiado el Italian del título por The Fiat Job.
Ni soy el único que quiere que Michael Caine sea patrimonio de la humanidad, ni fui el único niño con mente impresionable en matinés iniciáticas, este Trabajo en Italia tenía destino de revisión y remake.


Gracias a los dioses del cinematógrafo, más que una remake produjeron una reformulación. Dejaron eso sí los rasgos distintivos: el atraco en la calle, el oro y la fuga en Mini Cooper. Todo lo demás lo cambiaron e hicieron bien, porque ahora se pueden ver una a continuación de la otra sin que se vislumbren las sorpresas y con una apreciación mejor de las diferencias.


Este nuevo The Italian Job es de 2003, se bautizó aquí como La estafa maestra y la dirigió F. Gary Gray.


Estamos a fines del siglo XX y la banda, integrada por Jason Statham, Edward Norton, Seth Green y Mos Def (ahora actúa con el nombre de Yaslin Bey) comandados por Mark Wahlberg y apadrinados por Donald Sutherland, acomete con éxito un robo de lingotes de oro en la siempre fotogénica Venecia. Hay una traición y una venganza se impone. Años después, en 2003, con la participación añadida de Charlize Theron y un musculosísimo (no es exageración) Franky G, la banda intentará recuperar el oro en las calles de la siempre pujante Los Ángeles. Habrá sorpresivas vueltas de trama que volverán apasionante la visión, que no en vano el decálogo del género de robos y ladrones prescribe alteraciones e improvisaciones sobre los planes perfectos que nos hicieron conocer.


La derecha, por desgracia el status quo mundial más constante, concibe las peores penas por los delitos contra la propiedad, a pesar de esto, o gracias a esto, nos deleitan los cuentos de robos e hinchamos siempre por que triunfen los ladrones, puede que moralmente esté mal, pero como somos más los que no somos dueños de bancos, la presunta inmoralidad no nos restringe el gozo.

Gustavo Monteros

The Italian Job puede verse en Netflix. Y La estafa maestra puede verse en Qubit.tv

jueves, 7 de septiembre de 2017

De padres e hijos

Si alguna vez se inaugura el nicho de Películas para el Día del Padre en el cable, en ciclos de cine o en reediciones especiales de DVDs y Blu-Rays, este film figuraría entre los infaltables. Por los nombres involucrados en el proyecto y porque pocas películas tienen en su epicentro la relación padre-hijo con tanta precisión y claridad. Dado que más allá de la trama policial, el film se centra en cómo ser padre o en cómo ser hijo, que no hay una cosa sin la otra.


Jessie (Sean Connery) es un irlandés que, terminada la Segunda Guerra Mundial, se instala con una esposa napolitana en la siempre mítica New York. Comenzará rompiéndose el lomo, pero como astucia y calle no le faltan, se entregará después a una vida de delincuencia, en la que no habrá robo ni estafa que le quedarán por probar. Iniciará en esta vida a su hijo, Vito (Dustin Hoffman) quien, tras ser atrapados y pasar un tiempo en la cárcel, decidirá abandonarla para siempre. Vito se casará, se convertirá al judaísmo, pondrá un negocio “honesto” y luchará para que su hijo, Adam (Matthew Broderick) sea “recto”. Pero Adam tiene más sangre de su abuelo que de su padre, y después de abandonar un futuro universitario brillante traerá a la familia un ardid con robo “que no puede fallar”. Pero en las tramas de robo, el diablo, la casualidad o el destino meten baza, y los planes no siempre salen según lo acordado.


El maestro Sidney Lumet sabía tomarle el pulso a los tiempos. En los cincuenta, cuando comenzó su carrera, hubiera tratado este material como un gran drama y no hubiera parado hasta acercarlo a la tragedia, pero como estamos en 1989 decide tratarlo con ligereza, con la filosofía que la historia le adjudica al personaje de Connery, o sea, las cosas son como son, hay buenas y malas, la vida fluye y la muerte es solo un paso, y sobre todo: No cometás el delito si no estás dispuesto a pagar años de prisión si te agarran.


Connery y Broderick están deliciosos en clave menor y contrastan armoniosamente con la intensidad de Hoffman. Lumet era también magistral dirigiendo actores y se le nota dicha sabiduría al incluirlo a Hoffman en este personaje. Hoffman es muy competitivo, trata de quedarse siempre con la escena, desplazar de la luz a sus compañeros, y cuánto más estelares son, más ganas de relegarlos le agarran. Es como si no pudiera evitarlo. Al igual que los viejos divos teatrales no tiene paz hasta que no opacar a quienes están en escena con él. Aquí elige la intensidad, cuando más leves son sus compañeros, más reconcentrado se pone Dustin. Pero Lumet le ha dado el personaje ideal para hacer eso y no quedar expuesto. Y de paso conmover mucho.


Porque el personaje de Hoffman se equivoca permanentemente. No sabe ser padre, no sabe ser hijo. Su error trágico es haber olvidado los valores del hampa y haberlos reemplazados por los de la clase media. Otro irlandés, el genial George Bernard Shaw, en más de una extraordinaria obra de teatro, expuso la siguiente contradicción ética. La clase media confunde valores con prejuicios, y contribuye a la vida social con más hipocresías que las otras clases, más atentas a sus necesidades y a cómo defenderlas.


En esta etapa de su carrera, Lumet llamaba a compositores de Broadway para las bandas sonoras, en este caso a Cy Coleman (Sweet Charity entre otros hitos del teatro musical) quien entrega temas muy “show”, muy teatrales que ironizan trama y personajes y dan un original respiro a tanto violín lloroso.


Los velatorios que jalonan la trama de tan irlandeses casi hasta dan ganas de morirse para tener uno así.


Negocios de Familia / Family Business cuenta con guión de Vincent Patrick, sobre su propia novela, y se halla en la plataforma de contenidos Netflix. Entre tanta oferta puede pasar desapercibida, no lo merece.


Gustavo Monteros