viernes, 28 de marzo de 2014

Shakespeare va al Oeste




En la segunda mitad del siglo XX, Shakespeare, en particular, y la Ópera también,  experimentaron, con estoicismo o éxito, adaptaciones, actualizaciones, trasposiciones temporo-espaciales. ¿Por qué hacer transcurrir las obras de Shakespeare en el siglo XVI (o cuando sea que transcurran originalmente) cuando podemos trasladarlas a cualquiera de los siglos que vinieron después? ¿Por qué Romeo y Julieta deben siempre amarse en Verona cuando pueden hacerlo en Jamaica, Los Ángeles o la India? ¿Por qué arrinconar siempre a la Norma de Bellini entre druidas y romanos cuando podemos hacerla sufrir con gusto en la Italia fascista con coros que comen pizzas? No vean crítica en lo que antecede, ni por un instante crean que me he vuelto (¡Dios no lo permita!) tradicionalista o conservador, no, (Vive la liberté!) sólo menciono ejemplos.


Entre los tantos tiempos y lugares a los que fue a parar Shakespeare figura nada más ni nada menos que el Far West o sea el viejo y querido Lejano Oeste.


Esto viene a cuento porque en un foro privado en el que los adscriptos nos intercambiamos películas, alguien sube King of Texas (de Uli Edel, 2002) que no es sino una versión vaquera de Rey Lear protagonizada por el grande entre los grandes, Patrick Stewart, acompañado por Marcia Gay Harden, Lauren Holly y Julie Cox como las hijas (las dos primeras, como corresponde, muy ambiciosas y la última, dulce y cariñosa) y por Colm Meaney, Patrick Bergin y Steven Bauer como sus consortes o pretendientes, David Alan Grier como el bufón, y por el recordado Roy Scheider, Matt Letscher y Liam Waite en la subtrama paralela del otro padre y sus hijos, malo y bueno respectivamente. Más allá de simplificaciones inevitables (la obra dura unas tres horas y monedas, y la película, un telefilm en realidad, una hora y media), precisiones innecesarias (se insiste demasiado en las batallas de El Álamo y de San Jacinto) y atenuación del espíritu trágico (lógicamente grandioso en un escenario y con razón amenguado para la intimidad de la cámara), la cosa funciona bien. Sobre todo por el compromiso y la sapiencia de Sir Patrick. El rey, en este caso un terrateniente, a cambio de un halago a su vanidad, sigue dividiendo sus comarcas con consecuencias desastrosas; tarde se dará cuenta de su estupidez, sufrirá una locura temporaria y la razón le volverá para ser consciente por última vez de su gigantesco error. En resumen, una versión válida de este triste cuento de padres miopes que no saben distinguir los hijos nobles de los otros que lo son poco o nada.


Un par de días después, en el citado foro, alguien escribe: “Tengo algo mejor” y sube Johnny Hamlet. ¡Una versión de Hamlet en spaghetti western! Es de 1968, se llamó originalmente Quella sporca storia nel west y la dirigió uno de los directores favoritos de Quentin Tarantino: Enzo G. Castellari, el de los Inglorious Bastards (Quel maledetto treno blindato, 1978) originales que él homenajeó. Aquí la cosa está un poco cambiada, y bueno, en el Oeste en el que por cualquier pavada humea el revólver, Hamlet no puede andar dudando mucho. De todos modos, con buena voluntad, el argumento se reconoce, aunque no es lo importante. Lo que cuenta es el liberador y libertario delirio con el que se acomete la tragedia del “noble príncipe”. Entre sus muchas virtudes (confieso que faltarle el respeto a Hamlet es uno de mis deportes favoritos) deliré con los nombres: Hamlet pasó a ser Johnny Hamilton (obsérvese la sutileza del símil), Horace siguió siendo Horacio, Claudius pasó a ser Claude a secas, Gertrude es ahora Gertry (¡qué tierno!), Polonius es Polonio (como se lo conoce también en español) y aquí es ¡el sheriff!, Ophelia es Ofelia “as usual”, pero no tan “comme d'habitude”, no se suicida sino que ¡la mata Claudio acusándolo a Hamlet, perdón, a Johnny (Hamilton, of course!), Rosencrantz y Guildenstern son ahora Ross y Guild ¡dos pistoleros sanguinarios al servicio de Claudio! Y como estamos en un western, el incidental sepulturero de Shakespeare pasa a tener un rol fundamental. Un tal Andrea Giordana (rebautizado Chip Corman para el público anglosajón) es Johnny Hamlet, perdón, Hamilton, un buenmocito de ojos verdes (en el spaghetti western casi nadie tiene ojos oscuros), este señor sigue en carrera hasta hoy y parece que aprendió a actuar porque interpretó después personajes que se le dan generalmente a los buenos actores, como Herodes en una historia de la Virgen María y el conde Rostov de La guerra y la paz dovstoievskiena. La curiosidad es que el rol de Horacio es cubierto por Luis Antonio Dámaso de Alonso, “Amigo” de sobrenombre, o sea bigotín de oro Gilbert Roland, hombre de múltiples carreras, pasó de extra a Ídolo de Matinée en el cine mudo, fue Latin Lover en las comedias parlantes de los años treinta, después bandido mexicano en películas B, buen actor de reparto en películas súper A, e hizo su canto del cisne en Cinecittà. Murió sin poder cumplir su sueño de interpretar a Salvador Dalí en una biopic, no lo lamentó demasiado, fue un hombre tan viril como feliz. Ah, en esta versión Hamlet queda vivo y se va con Horacio, cualquier parecido con Casablanca es pura coincidencia.


¡Y pensar que hace algunos años yo me creí muy vivo escribiendo una continuación de la tragedia shakesperiana en clave de comedia de acción que llamé Hamlet 2! (Una vez más derrotado por la poesía). (Perdón por la autoreferencialidad, yo también tengo mi pasado, qué joder).

sábado, 22 de marzo de 2014

Efemérides propias


 

Por una broma tonta con mi hermano, me entero de que en un día como hoy, 22 de marzo, nacieron dos de los hombres que más quiero y admiro: Nino Manfredi y Stephen Sondheim. Nino ya no está con nosotros aunque vive en el recuerdo imperecedero de todos los que nos emocionamos y reímos con él, actor de raza y con mil caras, que en algún momento decidió dirigir y nos legó un par de maravillas: Por gracia recibida (1971) y Desnudo de mujer (1981). En la foto se lo ve en una de sus actuaciones más recordadas, la de Feos, sucios y malos (Ettore Scola, 1976). En el video se lo oye cantar y tal como dice la canción “puede que la voz no sea mucha pero es entonada”, no obstante canta como los actores “quizá no a plena voz pero con el alma en paz”. Cuando en los años mozos estudiaba teatro, mis compañeros querían ser James Dean o Marlon Brando, yo no, Dios me perdone el atrevimiento, yo quería ser Nino Manfredi, Marcello Mastroianni o Fernando Fernán Gómez. 

Stephen Sondheim comenzó como letrista de musicales (West Side Story, música de Leonard Bernstein, Gypsy, música de Jule Styne, Do I hear a waltz? música de Richard Rodgers) después aparte de la letra compuso la música. Su primera incursión fue una auténtica comedia musical, gozosa como pocas: Algo gracioso sucedió camino del foro, pero revolucionaría el género con dramas y comedias más amargas: Follies, Company, A little night music, Merrily we roll along, Sweeney Todd, Sunday in the park with George, Passion. En el video se ve la versión de la canción final de Sunday in the park with George en la celebración de su cumpleaños número 80, todos los actores cantantes de las producciones de Broadway que estaban en cartel en ese momento se unen para esta interpretación, sentado en la platea Stephen lucha por manejar la emoción. En la obra original, todos los integrantes del cuadro “Un dimanche après-midi à l'Île de la Grande Jatte” de Georges Seurat celebran la pintura a la que pertenecen y afirman que una obra de arte es para siempre. ¡Felices rejóvenes 84, Stephen!

miércoles, 19 de marzo de 2014

Marcha


Me tomé el día libre en el kiosco de las traducciones, no fuera cosa que entrara una en la mitad del evento. De todos modos nada los detiene si se trata de joder. Cuando volví de pasear a su majestad Perrito, llegó la actualización de una con la que trabajé el fin de semana, por suerte se trataba de corregir un par de palabras. Lo hice, la mandé,  me abrigué un poco, algo de lo que después me arrepentí y salí. El día pintaba gris y a la madrugada había llovido. Por raras asociaciones que ya no me cuestionó, resolví que era un día ideal para escuchar la Obertura 1812 de Tchaikovski, la seleccioné en el telefonito, me puse los auriculares y apreté inicio. Caminé hasta la plaza Olazábal de donde se saldría. En 8 y 39 me quité los auriculares y apagué el celular. Me dirigí al centro de la plaza, sobre 7. Eran como las 10 y 10. Me encontré con un colega, lo que fue providencial, ya que la marcha tardó en arrancar. Es un excelente profesor de historia, didáctico y con mucho humor, así que su charla es amena e iluminadora. Avezado en política y con opiniones bien fundadas, llenó unas cuantas lagunas, que en mí siempre corren el riesgo de convertirse en océanos, sobre procesos políticos y movimientos históricos más o menos recientes. Le comenté que me sorprendía que la huelga se hubiera endurecido y extendido tanto tiempo, me contestó que no le pasaba lo mismo, que se venía venir, que la paritaria del año pasado se había cerrado en desventaja para nosotros y que este año pretendían hacer lo mismo, y al ver que no se podía, la impericia de la administración actual, en vez de flexibilizar el tema, lo había empujado a un punto muerto, que no dejaba más remedio que un paro por tiempo indeterminado. Seguíamos en la vereda, a nuestro alrededor circulaba cada vez más gente y las columnas que ocupaban la calle se engrosaban. Al rato cayó un conocido suyo que enriqueció y coloreó más la conversación, tampoco le faltaba humor, virtud que siempre aprecio. No digo que la charla hiciera que el tiempo volara, pero al menos lograba que fluyera. Cerca de las 12 la marcha comenzó. El colega dijo que en vez de sumarse a los que se agrupaban en columnas, prefería acompañar la marcha por la vereda (su conocido momentos antes se había reunido con amigos de una agrupación), propuse acompañarlo y aceptó. Nunca había hecho eso, a las otras marchas que asistí, busqué conocidos y caminé con ellos. Participar adelantándote por el costado te permite verla en toda su magnificencia, y ésta se mostraba pulposa, generosa. Mientras esperábamos en la plaza Olazábal, supe que sería multitudinaria, no porque me empujara cada vez más gente, sino porque veía caras que no asistirían a una manifestación contra la pena de muerte incluso si las primeras víctimas fueran ellos mismos. La vanguardia no comenzaba en la plaza sino casi un par de cuadras antes. Toda marcha tiene su logística y liturgia, y ésta, como se sabía, poderosa, elegía desplegarse en todo su esplendor.  Nos adelantamos un par de cuadras y llegamos a Plaza Italia para esperarla (en realidad huíamos de las voces chillonas, muy amplificadas, de las maestras de ceremonia, locomotoras imparables que encabezaban la caminata). En mitad de la plaza Italia, nos encontramos con otra colega recientemente jubilada. Conversamos entre los tres mientras el bullicio lo permitía, después dejé que charlaran entre ellos prácticamente a los gritos y me puse a disfrutar de lo que veía. No tengo cabeza de cineasta, no me atrevo, constriñó mi imaginación a los límites de un escenario teatral, pero juro que esta vez ansiaba tener una cámara para captar la soberbia belleza que se desplegaba. La vanguardia llegaba ya a 7 y 45, la retaguardia estaba lejos y el río de gente llenaba la avenida que ciñe la redondez de la plaza. Desde donde estaba, la panorámica era perfecta, la mitad de un círculo pletórico de personas bullentes, vocingleras, henchidas. Nada hay más hermoso que tener razón, y celebrarlo encima, defendíamos el baluarte irrenunciable, la más radiante de todas nuestras joyas: la educación pública. Mis colegas me sacaron del ensueño y sugirieron que siguiéramos andando. Caminamos, acompañando primero la marcha, superándola después para detenernos a esperarla en Plaza San Martín. Estábamos sobre 7, frente al viejo bar El Parlamento. De algunos balcones, unas señoras saludaban blandiendo banderas y otras tiraban papelitos. Por perrero y pulgoso, me detuve en un detalle que sin duda quedaría en el montaje final de mi película: los perros callejeros del centro, a los que esquivan siempre los apurados transeúntes, aprovechaban la falta de autos y la marea humana para refregarse y robar un poco de afecto a los manifestantes, no le labraban a los bombos y redoblantes, los tomaban como la música que acompañaría siempre el recuerdo del día en que hicieron acopio de caricias para compensar un poco el desamparo cotidiano. Las majestuosas y variopintas columnas comenzaron a llenar la plaza. Vendrían los discursos, los aplausos, el himno, fin de fiesta. Una marcha, aunque sea de protesta, siempre tiene alma de festejo. Y sí, separados nos pisamos las tristezas, mancomunados nos hermanamos en el fervor, que nos dure, que nunca nos falten las ganas de seguir, de insistir. 

martes, 18 de marzo de 2014

Ni en mis sueños más salvajes



Ni en mis sueños más salvajes se me hubiera ocurrido que una huelga docente iba a durar tanto tiempo. Las paritarias son casi un trámite que se resuelve según un guión prácticamente hollywoodense de tan previsible. Tiran un monto, insuficiente, vamos a un paro de dos o tres días, se pide 20, te terminan dando 11, se acata y se sigue adelante. Después de las vacaciones de julio, el 11 que te dieron ya es un chiste y hacemos uno o dos paros más para que te actualicen a un 13, que te dan a regañadientes, se acepta como un crédulo triunfo y después a esperar con paciencia el año siguiente. No tengo mucha fe de que algún día nos paguen lo que merecemos, ganamos pocos desde los tiempos de las maestras de Sarmiento y tenemos la autoestima cascoteada. Pero aunque ganara la propuesta de la izquierda que se lee en algunas tapias: que nos paguen lo mismo que un diputado, si nuestras condiciones de trabajo no cambian, igual seguiríamos ganando poco. Claro, eso jamás se discute, queda tapado por los cuatro mangos que pedimos no para vivir bien sino para respirar un poco de dignidad. Yo siempre hago paro, no sólo para merecer con la frente limpia el aumento siempre bienvenido cuando llega, sino, la verdad sea dicha, también y sobre todo, por la mejora temporaria de la calidad de vida. Ya estoy grandecito, por no decir tirando a viejo, yugo desde los 15 años, y un día sin trabajar es una fiesta que se disfruta y se agradece. Y ésta, inesperada de tan larga, me regocija, tonto no soy, pero ya va creando culpa, culpa de clase media y de catecismo calado en los huesos de tan bien digerido, pobre de mí, Dios me perdone, el catecismo, no el disfrute del paro. Cruzo los dedos para que alguien se pregunte el por qué de tanta adhesión, que no es por los cuatro mangos, que esos, ahora más tarde que temprano, nos lo van a dar, sino por lo otro, por la magra política educativa, que nos confina a un aula sin esperanza, que se sufre mucho de tanto que duele, sí, gracias por los libros y las netbooks, que buena falta hacían, pero la sed no se va con un vaso de agua, sino con la certeza de que si abrimos la canilla sale más, y es más pura y más fresca. Eso sí, si alguna vez van a discutir una política educativa mejor, llámennos a nosotros, los que estamos contra el pizarrón desde que nos recibimos, no a esos asesores que contratan siempre y que hace 30 años vieron un alumno por última vez, en foto, cuando se reconocieron a sí mismos entre la multitud de compañeros que egresaban, que los asesores con sus mágicas respuestas impracticables son los que más nos han sumido en el desastre en el que chapoteamos día tras día, y que tan confundidos nos tienen que ya ni sabemos que una escuela era una institución en la que se aprendía algo.
 

Ilustración: un cuadro de Pawel Kuczynski

viernes, 14 de marzo de 2014

En la noche del pasado (Prólogo)

Dormí poco y mal, con pesadillas escolares en las que los alumnos hallaban nuevas formas de maltrato y los directivos solo insistían en que había que persistir, persistir. Perrito levanta la cabeza y pregunta con la mirada: ¿te parece?, ¿levantarse?, ¿ya? Se despereza y sigue durmiendo. Busco motivos para levantarme, no los encuentro. La mañana es un campo minado, jornadas de reflexión educativas a las que asistir, traducciones que completar con horarios de entrega imposibles, etc. Hundo la cabeza en la almohada y procuro soñar con paraísos… de algún tipo. Una melodía se me pega y  mi cerebro la repite como una obsesión: “Pack up your troubles in your old kit-bag // And smile, smile, smile”  (Empaca los problemas en tu vieja mochila // Y sonríe, sonríe, sonríe), cancioncita que los ingleses cantaban para darse aliento al irse a la Primera Guerra Mundial. Terca melodía de lo más apropiada, en breve, tanto que no quiero acordarme, volveré a las trincheras, no del saber, sino de la batalla por enseñar… algo. Sé que por más que lo intente no me volveré a dormir. Espanto pensamientos inquietantes y me pongo a pensar cuándo escuché por primera vez la cancioncita que no se me va de la cabeza. Concluyo que en Random Harvest o En la noche del pasado, más por dar la cuestión por zanjada que otra cosa, sabrá Dios cuál será la respuesta exacta. Random Harvest es un film de 1942 dirigido por Meryn LeRoy, basado en una novela de James Hilton (Horizontes perdidos, Adiós Mr. Chips) con Ronald Colman y Greer Garson que transcurre desde el fin de la Primera Guerra hasta unos 10 o 15 años después. En la casa de mi infancia, puede que no conocieran a Humphrey pero todos conocían a Ronald Colman, debía ser porque tenía el mismo apellido que el almidón. La tía Martina pronunciaba el nombre deliciosamente, a la catamarqueña, arrastrando la erre, le quedaba un RRRonald que me acariciaba los oídos. Y de todas las actrices de Hollywood, vaya uno a saber por qué,  a mi papá Greer Garson le alborotaba la libido. Tales motivos hicieron que siempre le prestara una atención especial a En la noche del pasado.

jueves, 13 de marzo de 2014

En la noche del pasado (Primera parte)







Me levanto a pesar del protestón fastidio de Perrito y mientras se hace el café, me fijo si tengo Random Harvest. Sí, la tengo. Decido reverla después de la jornada de perfeccionamiento docente, si no tengo una traducción urgente, claro. Paseo a Perrito, tomo café y me voy a la jornada. Puntos suspensivos. Muchos puntos suspensivos. Vuelvo y gracias a Dios no hay traducción ni urgente ni de las otras. Me hago un sándwich, me preparo un mate y le agrego una cucharita de café para hacerlo más power, me estoy poniendo viejo y dormito en cuanto me descuido. Perrito se acomoda y largo En la noche del pasado. 




Ruge o bosteza el león porque es de la Metro, resuena una música grandilocuente dando a entender que veremos una película “importante” y una voz en off nos informa que este largo y umbroso callejón conduce al manicomio de Melbridge donde se reponen las víctimas de la guerra. En un consultorio, el Psiquiatra (así con mayúsculas porque será un personaje relevante) le informa a una pareja de viejitos que el hombre sin memoria puede o no ser su hijo perdido. Después el Psiquiatra entra a un pabellón de tornillos flojos y va hacia Ronald Colman y le dice que tal vez haya encontrado a su familia, pero que por las dudas no se haga ilusiones. El encuentro se produce y no, no es hijo de los viejitos. Ronald decae porque ya está medio harto del manicomio y quiere irse de allí. A la tardecita Ronald se va a  pasear por el jardín, hace frío, está húmedo y la niebla es densa, muy densa. Se produce una explosión y los guardias de la garita que vigila el portón del manicomio salen corriendo felices, es que acaba de declararse el fin de la guerra. Ronald aprovecha que no hay nadie y se va. 



En el pueblo todos cantan “Pack up your troubles, etc”. La multitud acosa a Ronald y lo felicita porque viste de uniforme. Ronald se refugia en una tabaquería, aparece la dueña y le pregunta qué quiere. Ronald que tiene una ligera dificultad para hablar de corrido tarda en contestar, entonces la dueña se da cuenta de que ha huido del manicomio. Lo deja para que vea y elija tranquilo qué quiere. Una mujer que hasta entonces no habíamos visto, la mismísima Greer Garson, le dice que se vaya, que la dueña ha ido a llamar al manicomio para que lo vengan a buscar. Ronald está más perdido que John Wayne en una disco gay y no atina a hacer nada. Greer lo saca, en la calle el festejo es aún mayor y se despiden. Ronald se pierde en una callecita aledaña y se lo ve desprotegido. Greer sigue por la calle principal, gira la cabeza y lo ve. Lo rescata y se lo lleva a la posada donde se aloja, mientras parlotea sin cesar, dice que es actriz de una compañía de variedades y que en esa posada las habitaciones son muy baratas, que bien puede quedarse allí.


Entran y todos festejan con jarras de cerveza y cantan “Pack up your troubles” y “Keep the home fires burning”. En la barra, Greer le presenta al posadero, al jefe de la compañía teatral y a una compañera, actriz característica o sea mayor. El posadero dice que beban, que es gratis por el armisticio. Él se toma un coñac, el posadero dice que lo ve mal, como si tuviera gripe. El jefe de la compañía le dice a Greer que se apure, que ya es hora de ir a hacer la función. Greer se lleva a Ronald al teatro. 




En el camarín, mientras se cambia detrás de un biombo Greer no para de hablar, Ronald manifiesta que se le dificulta hilvanar los pensamientos para traducirlos en palabras o algo así. Greer le dice que no se preocupe que ya lo superará. Sale de detrás del biombo y está vestida de escocesa, eso sí la kilt es una minifalda que deja las piernas enfundadas en medias negras al descubierto, o sea es como una vedette contemporánea y la minikilt es el equivalente de la época al conchero, pero claro como se trata de Greer Garson que era más señorona que la reina Victoria, la mini le queda como una maxi. Greer sin duda pasará a la historia por ser la única vedette virgen del mundo del espectáculo. Greer le pone una silla en el pasillo a Ronald para que la vea hacer su numerito y nota que Ronald vuela de fiebre.



Greer baja y canta y baila una canción ligeramente picaresca, no lo hace del todo mal, entiende el género y con la ayuda de la gente de la Metro que eran los reyes del musical sale adelante, en el futuro Greer, la actriz no el personaje, protagonizará  Mame en una gira por el interior de los EE UU, las críticas serán muy positivas así que bien podríamos decir que talento para el levantamiento de tabas no le faltaba. Volvamos a la película, termina el número pero las piernas al descubierto, después de todo estamos en 1918, y las evoluciones pícaras por escena enardecieron a la soldadesca presente en la platea (como supuestamente lo hacía con mi papá) tanto pero tanto que los soldados se vuelven incontenibles, se suben al escenario y cantan y bailan “A long way to Tipperary”, algunos con ella y las coristas, otros entre sí, hum. Mientras tanto, Ronald se ha desmayado, una exageración, como dijimos el número no era tan malo, fundido a negro.




Cuando volvemos, Ronald está en cama en la posada, sí, era gripe nomás, Greer le cuenta al posadero que Ronald es un fugitivo del manicomio y que por favor no se lo cuente a nadie, el posadero promete que no lo hará. Ronald se repone en su cuarto y Greer le dice que el jefe de la compañía le da trabajo, que esa misma noche dejarán el pueblo y seguirán la gira, Ronald se alegra y se pone a cenar con apetito, signo inequívoco de salud, el que toca nunca baila y el que como nunca muere. Greer, que está sanita y con hambre porque tiene salud y es actriz, baja a cenar en el comedor con los demás actores, antes se detiene en la barra a tomar un aperitivo al lado del jefe de la compañía, que la historia transcurre en Inglaterra y en Inglaterra se bebe, y no solo té. En una mesa, cerveza en mano, el guardia del manicomio, que había posibilitado la fuga de Ronald abandonando su puesto la noche del armisticio, cuenta que lo castigaron por eso, el jefe de la compañía pregunta si esos locos son peligrosos, el guardia contesta que son impredecibles, que están tranquilos y que de repente se ponen violentos, Greer se perturba, apura el aperitivo y se va a cenar. 


Cuando regresa al cuarto, le dice a Ronald que el jefe de la compañía se asustó por lo que dijo el guarda y que ya no le da el trabajo, le pide que vuelva al manicomio, que ahí se va a reponer, que lo van a atender bien, Ronald pone cara de que antes prefiere ser profesor de secundaria en la Argentina que regresar con los tocame-un-vals. Greer toma una resolución, abandonará la compañía y se irá con él al campo hasta que se reponga del todo. Le da a Ronald su valija de cartón llena de etiquetas (lo recalco porque esta valija tendrá su importancia) y le dice que salga por la puerta de atrás para no toparse con el guardia, que ella bajará a pagar. Baja, paga y se despide del posadero con pasado de boxeador que es más bueno que Teresa de Calcuta en un día promedio. Llega a la puerta trasera y descubre que Ronald ha noqueado al jefe de la compañía porque le dijo no sé qué cosa. Ronald no sabe o no se acuerda por qué actúo así y está más preocupado que el diario La Nación por el dólar ilegal. Ronald quiere reanimar al jefe de la compañía, pero Greer le dice que huyan, que no hay tiempo que perder, que todo va a estar bien, que alguien ayudará al jefe.


En el tren, Greer le dice que se bajarán en el empalme no en la primera parada del tren porque si los buscan estarán esperándolos en la estación. Así lo hacen, van a parar a una posada campestre tan bella como pintoresca. La dueña quiere darles una habitación de casados, pero Greer le dice que son solo prometidos, porque aunque Ronald tiene menos pulsiones sexuales que Peter Pan, ella es más melindrosa que novicia de convento preparándole un té al arzobispo, la dueña les da habitaciones separadas.



Abro paréntesis, ¿por qué corno desde un principio ayuda tanto Greer a Ronald?, después de todo no es un cachorrito perdido al que con un hueso y un poco de afecto se lo cura, sino todo un hombretón maltrecho, turulato, muy necesitado y sin un centavo, todo un problema para cualquiera incluso para Greer. ¿O acaso Greer es tan pero tan buena samaritana que no puede ver a nadie en problemas sin darle una mano? (si es así por qué se concentra solo en Ronald habiendo tanta gente con la que ser solidaria). La disquisición es inútil, si es Greer Garson y se topa con Ronald Colman se lo ayuda y se enamora de él y listo, que si no no habría Hollywood, qué joder. No nos vamos a andar deteniendo en psicologismos, ni que fuéramos Ibsen o alumnitos del Actor’s Studio. Bien, tengo otra cuestión: ¿de dónde saca Greer para pagar primero el alojamiento de Ronald en la posada y para después alegremente partir al campo, hospedarse en otra hostería y pedir habitaciones separadas porque así se lo pide su moral, en vez de una sola y aligerar el gasto? Al principio de la película parece ser una chica que vive al día sin poder permitirse muchos lujos y de repente adopta un hombre incapacitado hasta de hablar de corrido como si tal cosa, bien, no le compra otra valija y lo hace hacer un paquete con sus cosas, pero ropa le compró porque Ronald no usa más el uniforme con el que salió del manicomio, ¿habrá heredado súbitamente?, ¿era una ricachona de incógnito?, ni una cosa ni la otra, simplemente otra imposición de la convención romántica, la chica tiene que ayudar al héroe en problemas y punto, no nos vamos a andar deteniendo en consideraciones prácticas y tan poco espirituales como el dinero. Que éste es un drama romántico y no Madame Bovary y sus malabares por estrecheces económicas. 


Perdonen la digresión, volvamos a la película, estábamos en la posada del campo y Greer aclaraba que eran prometidos y no esposos y les daban habitaciones separadas, Greer le pide disculpas a Ronald por haber dicho que eran prometidos, que le había parecido lo mejor dadas las circunstancias. Pasan los días, ya no es otoño porque no hay niebla, sino primavera. Ronald, de lo más rozagante de tan repuesto, está pescando en un estanque, llega Greer en bicicleta le trae una carta, es de El Mercurio de Liverpool, un periódico que no solo ha aceptado el artículo que Ronald les ha enviado sino que además adjunta un cheque por dos libras, Ronald habrá perdido la memoria y estará medio turumba pero escribir siempre se puede (doy fe). Ronald aprovecha que ya es un hombre productivo y le pide matrimonio a Greer, que obviamente acepta. 


Se casan, ella de capelina de gasa (arranco de la cabeza porque vamos de un plano medio a uno general) con un vestido también de gasa con pliegues de encaje y un cinturoncito con gran moño en la espalda, acentúo los detalles porque si bien la historia transcurre en este momento en 1918 o 19, la ambientación y el vestuario tienen un fuerte toque 1942, fecha de producción de la película, como si más que a una reproducción de época, sólo hubieran aspirado a adaptar levemente la moda contemporánea con detalles que con muy buena voluntad darían el período esperado. Bueno, Ronald se emociona y hasta los bigotes de anchoas se le ponen luminosos. Los invitados son el médico, la señora de la posada, el empleado del registro civil, el lechero y algún otro que ya había aparecido, representados por los maravillosos actores secundarios de la Metro, que eran tan distintivos y característicos que les bastaba con aparecer para darte un personaje hecho y derecho. 



Greer y Ronald vivirán en una cabaña como las que había en los cuadros que se usaban para decorar en los 60, tan bonita como una rosa y tan dulce como la crema chantilly. No la levanta para trasponer el umbral, supongo que porque Ronald ya estaba mayorcito y Greer era robustita, lo resuelven con que él pone la llave (recordemos la llave porque tendrá su importancia) en la puerta y ésta se abre casi mágicamente para mostrar que en el interior la cabañita es tan bonita como en el exterior, con su jardincito de árboles con azahares y ¡un arroyito vecino! (si la vuamo’ hacé, la vuamo’ hacé).

 


Parece que Ronald aparte del habla recuperó otras funciones, porque al próximo fundido a negro ya estamos llamando al médico porque Greer está entrando en trabajo de parto, el bebé todavía no nació y ya tienen una niñera, ¿de dónde sacan la plata para alquilar la cabaña, vivir sin apuros y contratar una niñera? Yo nunca pude ni contratar una señora por horas ¡una vez al mes! ¿Ella tenía ahorros? Está bien, en el teatro levantaba al público, pero no era una primera figura, era tan solo una solista de music-hall, además se supone que salían de una guerra y después de una guerra ¡nada es tan fácil! 




No importa, la cosa es que el bebé nace sanito y le ponen Charles. Él va a inscribirlo al Registro Civil y es un padre tan baboso, que no puede parar de enumerar los detalles del herederito, escena a todas luces desarrollada para enamorar aún más a las chichis de Ronald, que deben haber muerto de amor al verlo tan tierno. Pasan algunos días y Greer sigue en cama reponiéndose del parto, él vuelve del pueblo y ha traído un perrito de peluche para Carlitos y para ella un collar de cuentas de vidrio del color de sus ojos, los de Greer, claro. Están en esas ternezas cuando aparece el párroco, viene a traerles un telegrama que según dice revolucionó la oficina postal, en ese pueblo los telegramas son más raros que el buen servicio de internet de Fibertel. Es para Ronald, el diario El Mercurio de Liverpool le solicita que se presente al día siguiente a las 10 para discutir una colaboración continua, parece que los artículos de Ronald son la ostia y lo quieren de columnista. Greer, que se conoce todos los hoteles buenos y baratos del Reino Unido le recomienda que se hospede en el Hotel del Norte, y desde la cama le supervisa la muda que ha puesto en la valija llena de etiquetas de su pasado de actriz, Ronald se ha olvidado de incluir un pijamas. Él se despide, lleva en la mano la llave (recordemos esta llave que tendrá su importancia), pide que no lo extrañen, que volverá al día siguiente.



En la próxima escena lo vemos salir del Hotel del Norte en Liverpool, le pregunta a un policía cómo llegar a El Mercurio, el policía le indica el camino, parece que va a llover, sí, chispea, pero al rato comienza a levantarse niebla, Ronald no halla dónde está el periódico, le pregunta a un canillita quien le dice que no tiene más que cruzar la calle, cruza, por esquivar un automóvil, cae y se golpea la cabeza. Se desvanece un segundo, lo llevan a una farmacia que está cerca y cha, cha, cha, chán… ha recuperado la memoria. Ahora sabe quién es, de dónde viene, cuál es su familia, pero… Pero no recuerda nada de lo que pasó mientras estuvo sin memoria o sea la estadía en el manicomio, la huida con Greer, el casamiento y el hijo. ¡Oh, no! ¡Cambió una amnesia por otra! (Continuará) 

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