viernes, 28 de febrero de 2014

Declaraciones de amor






Ya está, se acabó, no hay vuelta atrás, es un hecho, ya no es temor ni amenaza, mañana, mañana habrá que ponerse el perfume de docente, mezcla de tiza, tinta, frustración, condena, alegría perdida y esperanza trunca, tomar la carpeta de exámenes y salir a tomarlos o al menos representar la comedia que evaluamos, aprobamos o aplazamos los mínimos, casi nulos, saberes de los alumnos, si es que se presentan, los que aparezcan casi ya habrán aprobado, por el mérito de haberse acordado de la fecha, de la hora, de que esto es inglés y no histogeografía o matemáticas o ruso, porque no hay que ser estrictos, que estén, bien mirado, es un gesto de respeto que merece alguna recompensa. Pero todo eso es mañana, hoy es hoy, y aunque llegue, el mañana, todavía no llega, todavía soy libre, dueño de mi tiempo, amo de mi espacio, un dios menor casi, si el mañana no fuera tan pautado, tan previsible, tan prepotente.


Suspiro y decido ver una película. Es eso o leer un policial o pegarse un tiro, pero revolver no tengo y alguien me quiere, Perrito también, así que me pongo a atravesar mi colección de películas para ver que veo. Opto por La hora final, buen título en español para On the beach (En la playa), 1959, de Stanley Kramer basada en la novela de Nevil Shute. Creo no haberla visto, aunque cualquier cosa con Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins tiene un sabor a déjà vu de tan familiares que me son. Seguro vi la versión del 2000 que hizo Hallmark con Armand Assante, Rachel Ward, Bryan Brown y Grant Bowler, de esa sí me acuerdo, una miniserie, tres capítulos de hora y cambio cada uno, y demás está decir en refulgentes colores. Ésta, la de Kramer, dura dos horas y monedas y es en blanco y negro. La elección simbólica ideal para este momento, porque es de un mundo que se acaba… como el mío.


Transcurre en Australia, a fines de los cincuenta, ha habido una guerra nuclear en el hemisferio norte, no queda nadie, ni un ciego fumador alla Carriego, y los australianos hacen como que tienen vida mientras esperan que los vientos les traigan la radiación y los acabe a ellos también. Hay un submarino yanqui comandado por Gregory quien baja a tierra mientras aprovisionan la nave antes de partir a una nueva misión de reconocimiento al pedo, porque ya se sabe que no queda ni el loro, pero la esperanza es lo último que se pierde, ¿no? ¿O sí? En tierra conoce a Ava, que como en su vida real, tiene un pasado y le da al trago tupido. Pero a nadie le importa porque la humanidad tiene fecha de vencimiento y el qué dirán anda más laxo. Bueno, la cuestión es que la impura y beoda Ava intenta enamorar a Gregory, sin éxito, porque está casado y con hijos y aunque los desgraciados hace rato que son cenizas y no fatigas, para él es como que están vivos, como defensa, supongo, para no morirse de angustia. Ava, desesperada, en algún momento le propone que haga de cuenta que ella es la esposa, mala idea si las hay, porque ya se sabe que Gregory, en galán recto, es más digno que la dignidad misma. Gregory se va en la misión al pedo, llegan tripulación y submarino hasta San Francisco y sí, no queda ni el loro. Y vuelve, a Ava, que no es la esposa, pero es la vida que queda, y si la vida que queda es Ava, te sacaste la lotería y hasta el correctísimo Gregory se percata de semejante maravilla. Ella corre a sus brazos, se besan y ahí, sin aviso, se vino un intercambio de líneas felices. Arrancó con una de doble sentido, él le dice: “¿Todavía está en pie la invitación a desparramar fertilizante?” Claro, ella tiene unos campos, pero él la dice con picardía como si implicara otra cosa. Ava se sorprende y le pregunta: “¿Te podés quedar unas semanas?” Gregory le contesta: “Si tenés lugar para mí, claro”. A lo que Ava le dice rápida: “Si no lo tuviera hasta una casa te construiría”. Y me emocioné por lo repentino de la réplica o por la ternura que encerraba. El final, como se sabe desde un principio, es cantado. No hay milagros de última hora, la radiación llega y todos morirán. Ava lo hará sola, porque Gregory en la tradición de los héroes yanquis irá a morir con sus hombres en el submarino, porque los tripulantes votaron regresar a casa y agonizar allí. 



Abro el correo. Con los dedos cruzados, no quiero otra traducción con otra fecha de entrega imposible. San Cayetano se apiada de mí, hay solo un anuncio de una que llegará recién mañana. Aliviado, agradezco a los cielos y me pongo a buscar qué ver a continuación entre otras películas que ya debí haber visto y todavía no. Opto por Plan B, 2009, de Marco Berger, film muy comentado en su momento. Bruno (Manuel Vignau) quiere recuperar a su ex novia, Laura (Mercedes Quinteros), con quien se sigue acostando pero que no quiere volver a relacionarse con él. Se entera de que el nuevo novio de Laura, Pablo (Lucas Ferraro) alguna vez experimentó con hombres y decide entonces pasar al plan b o sea conquistarlo. Aprovecha que van al mismo gimnasio y entabla amistad con él. Un planteo muy Marivaux o muy Liz Taylor en Salvaje y peligrosa (X, Y and Zee, 1972 de Brian G. Hutton) en la que recuperaba a Michael Caine acostándose con la nueva pareja de éste, la siempre hermosa Susannah York. La cuestión es que la cosa entre Bruno y Pablo se va espesando de a poco. La  tensión sexual no resuelta está muy bien manejada, tanto que llega un momento en que uno quiere agarrarlos del cogote y gritarles: ¡Basta de histeriqueo!, ¿cuántas seguridades y corroboraciones quieren para dar el gran paso? Porque si bien todo es nuevo para ellos (ya nos enteramos que Pablo en realidad no experimentó con hombres, era un cuento para hacerse el superado), no se anda jugando con bisexualidades o intentos de conquista si no se la mira con simpatía, como se dice en la calle. Finalmente, Bruno decide hablar. Están en un pasillo con una mini tapia que da privacidad visual pero no auditiva ya que se oyen las conversaciones de los vecinos, porque el departamento de Pablo está en una terraza laberíntica estilo conventillo. Pablo va y viene por el dichoso pasillo donde dan la pieza, la cocina, el baño, con Bruno, anclado y con cara de rato culminante. Pablo se detiene y le pregunta: “¿Te pasa algo? ¿Estás bien?” Entonces Bruno le entrega un regalo que le trajo, Pablo ve que dentro de la bolsa de plástico hay una caja envuelta, Bruno le pide que la abra después, y con el público al borde de la desesperación, le dice: “Che, no sé qué me pasa, (pausa) eh (pausa), te quiero, boludo, (pausa) para mí solo te quiero”. Pablo no sabe qué hacer, pero el público está feliz porque al menos vamos a pasar a otro tipo de histeriqueo, más directo al menos. Aquí la felicidad de la línea está en la segunda parte, en aquello de “para mí solo te quiero” con la que ya no hay confusión ni regreso. El final será feliz, aunque antes habrá unas cuantas vueltas más, porque estos personajes son más vuelteros que círculo para hipnotizar.


Pocas cosas hay irrepetibles en esta vida, las declaraciones de amor son una de ellas. Pueden ser torpes, parcas o brillantes, pueden llegar a buen puerto o estrellarse contra un muro frío, pero son tan liberadoras como las compuertas de un dique. Y en una ficción, si están bien actuadas, son siempre bellas, hasta pueden alentar una tarde en que una de las opciones metafóricas, de tanta tristeza, era el tanguero tiro del final. 


viernes, 21 de febrero de 2014

Cuidado con los campesinos




Esta reflexión se me impone por casualidad, por haber visto con poco tiempo de diferencia Agosto y Nebraska. En ambas películas, sus protagonistas, Meryl Streep y Bruce Dern respectivamente, padecieron infancias feroces a manos de padres sádicos en medio del campo. El rasgo común de las dos familias es el protestantismo acérrimo. Ya se sabe, los estadounidenses descienden del Mayflower, el mítico barco que trajo en 1620 a Norteamérica desde Inglaterra a los Peregrinos (es decir a los puritanos enemistados con la iglesia anglicana recién fundadita por Enrique VIII). De allí que en la cultura estadounidense a poco que se rasque aparece la intransigente impronta puritana, que parece haberse enraizado con profundidad en las comunidades agrícolas. Sitios lógicos, porque ya incluso en el Antiguo Testamento, las ciudades son centros del pecado, en los que las buenas, es decir santas, costumbres se distienden y los libertinajes más abyectos (según ellos, los autodenominados puros, claro) bullen y se propagan.


El protestantismo tiene más ramas que un árbol centenario, las principales son las de los luteranos, los calvinistas, los metodistas, los bautistas, los anglicanos y los pentecostales. No me pidan que exponga las diferencias que los distinguen porque no las sé. Bástenos decir que estas ramas se dividen en muchísimas gajos y que todos tienen en común normas estrictas respecto al sexo, la diversión, el entretenimiento, la bebida y la comida, es decir a todo aquello que podríamos englobar como “la sal de la vida”. Bástenos decir también que estas normas que los rigen son tan estrechas que las que propone el dogma católico en comparación son el colmo del progresismo, así que imaginemos… (Pocas veces los míseros puntos suspensivos pueden parecer tan elocuentes).


A lo que voy es que los rednecks (una traducción más o menos fiel sería en primera instancia: campesinos; aunque también se acepta la de palurdos, o sea campesinos hoscos y groseros) adhieren a alguna rama del protestantismo intransigente y sus hijos en algún momento de sus vidas, como se comprueba en las películas citadas, deben luchar contra esa pesada herencia.


No estoy refiriendo nada novedoso, lejos de ello. El fanatismo puritano de los rednecks es un lugar común en la cultura estadounidense. En realidad el retrato que se hace de los rednecks cae en dos grandes categorías. Por un lado tenemos el modelo de Los Beverly ricos (The Beverly hillbillies) o de La inconquistable (inhundible en el original) Molly Brown (The unsinkable Molly Brown) o sea el de los hillbillies (habitantes de zonas remotas, rurales o montañosas) que son toscos, rudos, sin ningún roce social pero de buen corazón; y por el otro lado tenemos a los temibles rednecks de El loco de la motosierra, la masacre de Texas (The Texas chain saw massacre) o de La colina de los ojos malditos (The hills have eyes).


Como puede verse el primer retrato, halagüeño en definitiva, cae en el género de la comedia, mientras que el segundo, terrible como pocos, cae en el género del terror. No soy experto en películas de terror de modo que no abundaré en ejemplos, pero sé que los rednecks como villanos son muy populares y estelarizan infinidad de películas.


Ningún lugar común es azaroso o gratuito sino que llega a ese status por prepotente insistencia basada en una observación comprobable y fehaciente. Ningún lugar común es inocente a espera de juicio sino un culpable sentenciado. Yo suelo quejarme (¡ingrato, desagradecido!) de la herencia católica que recibí. No volveré a hacerlo. Gracias a Agosto y Nebraska me doy cuenta de que desembarazarse de la tradición puritana es infinitamente peor.


Ilustración: American Gothic (1930) de Grant Wood

viernes, 14 de febrero de 2014

Las Magdalenas




Los asilos Magdalena comenzaron como asociaciones civiles de “rescate” de mujeres sumidas en la prostitución allá por el siglo XVIII. Se desparramaron por el mundo conocido. Con el tiempo cayeron bajo el  pleno dominio de la iglesia católica. En los siglos XIX y XX en Irlanda alcanzaron gran popularidad por las lavanderías, fama hoy oscurecida por las barbaridades que pasaban dentro de sus paredes.


Como dijimos comenzaron con la finalidad de rescatar prostitutas. Incorporaron luego a las embarazadas solteras e iniciaron el “negocio” de las adopciones y de los orfanatos. Se las hacía parir de una manera primitiva, para que el dolor aligerara la ofensa del pecado de la carne. Si la madre y la criatura morían, se las enterraba rápidamente envueltas en las sábanas y las toallas sucias del parto. Si sólo la criatura sobrevivía, integraría el orfanato. Si sólo la madre sobrevivía, trabajaría hasta purgar la culpa. Si ambos sobrevivían, la madre pasaría a la lavandería y la criatura sería dada en adopción a una pareja legítimamente establecida. Las monjas descubrieron que en vez de dar en adopción gratuitamente el fruto del pecado, podían venderlo a ricas parejas estadounidenses. Los niños que no corrían esa suerte, al crecer trabajarían en talleres industriales o de carpintería y de ser niñas en las lavanderías. De un modo perverso, todo se reducía a dinero, ganancias.


Al entrar a estos refugios o conventos, las pobres mujeres perdían todo derecho, identidad y pasaban a deber automáticamente una suma de dinero, astronómica para las desgraciadas. Si querían partir antes del plazo de su “purificación”, debían pagar esa suma. Como no podían hacerlo, debían trabajar gratis en las lavanderías hasta cubrir ese dinero, es decir, el término de su “purgación” o de su preparación para la inserción social. Las condiciones de trabajo en las lavanderías eran apenas humanas. Las comidas apenas digeribles, más una excusa para que se mantuvieran en pie. Las normas eran extremadamente rígidas y la más mínima desviación de las mismas constituía una falta, que era castigada con el más severo rigor.


Parte de la sociedad irlandesa era de moralidad estrecha y con el tiempo se internaron en estos “refugios” a chicas coquetas, pizpiretas o muy hermosas porque se suponía que estas características las hundirían en el pecado y era mejor prevenir. Bastaba con la denuncia de un vecino para que fueran confinadas.


Es  probable que en un principio, cuando se abrieron estas “instituciones”, las intenciones fueran buenas, pero con el tiempo se convirtieron en prisiones de humillante deshumanización. No se necesita ser un gran psicólogo para deducir que si se pone a mujeres que en pos de alcanzar la espiritualidad, reprimen todo impulso sexual y todo sentimiento natural, para “enderezar” a mujeres que supuestamente alguna vez gozaron de la sexualidad y de otras apetencias terrestres, y se les da además la autoridad física y “religiosa” sin tener que rendir cuentas ni explicaciones, las más aberrantes atrocidades tendrán lugar. Durante su encierro, las lavanderas sufrieron vejámenes físicos y psicológicos inenarrables de tan horrorosos.


Y si bien comenzaron en el siglo XVIII, no crean que terminaron en el siglo XIX, no, bien avanzado el siglo XX, bien entrados los años sesenta, las lavanderías de las Magdalenas perpetuaban los martirios. Algunos dicen que su fin fue provocado por las distenciones en los parámetros morales, en el ensanchamiento de miras de una sociedad que ya no consideraba una vergüenza ser madre soltera o que las mujeres satisficieran sus apetitos sexuales. Otros, quizá con más fundamento, dicen que la introducción del lavarropas eléctrico y el advenimiento de las cadenas de lavaderos automáticos fue el motivo de su declive.


La última de las lavanderías de las Magdalenas cerró recién en 1996. Unos pocos años antes, al venderse un convento a una firma de bienes raíces y al iniciar ésta la remoción de tierra para los cimientos de un nuevo edificio se descubrió una gran cantidad de tumbas sin nombre. Se desató un gran escándalo y comenzó a develarse la oscurísima trama detrás de las lavanderías.


En el documental para la televisión de 1998, Sex in a cold climate (Sexo en un clima frío) las sobrevivientes de las lavanderías, Martha Cooney, Christina Mulcahy, Phyllis Valentine y Brigid Young dan testimonio de lo que vivieron. Dicho documental dio pie para que el actor Peter Mullan filmara en 2002 el largometraje The Magdalene Sisters (que aquí se conoció como En nombre de Dios), film que obtuvo numerosísimos premios, no el menor de ellos, el León de Oro del Festival de Venecia al mejor director para el ya citado Peter Mullan.


The Magdalene Sisters (En nombre de Dios) es una de las películas más duras que vi, no por la representación gráfica de torturas inéditas (que no las tiene) sino por la impotencia y la furia que genera ver tanta inequidad e injusticia, perpetradas en el supuesto nombre del bien, de la iglesia católica, de Dios. (Las supervivientes de las lavanderías al ver el film dijeron que no refleja ni por asomo todo el horror, que lo que vivieron fue “mil veces peor”.


Volvió a mi memoria el recuerdo de las Magdalenas por el estreno de esta semana, Philomena, quien también sobrevivió a las lavanderías. Philomena es un film amable en asordinado tono de comedia por el que campea el espíritu de la superación por medio del perdón. A mí, como al personaje de Steve Coogan, me cuesta perdonar tanto espanto. Me da la sensación de que si se lo perdona, se está diciendo que todo es lo mismo cuando no lo es. El horror parece condenado a repetirse y creo que si lo perdona tan fácil, se repite antes. Sin ir más lejos, aquí, ¿quiénes piden olvido y perdón? ¿Las víctimas? No, las víctimas piden memoria y justicia.